Donald Westlake cuenta que en su novela Two Much quería que su protagonista fuera un perfecto canalla pero que, a pesar de ello, le resultara simpático al lector. No lo consigue. No hace falta tener un estómago melindroso para que su protagonista te provoque una irreprimible náusea.
Ese propósito, sin embargo, ya lo había logrado (quizá sin proponérselo) Eduardo Mendoza en
La verdad sobre el caso Savolta. Paul André Lepprince es más malo que los ogros de los cuentos y, sin embargo, todos los lectores simpatizamos con él.
Corrijo lo que acabo de escribir: salvo por la intensidad de su maldad, nada más alejado de los ogros que Lepprince. Lepprince es un príncipe.
Para convencernos de su maldad conviene repasar algunas de sus actuaciones. (Es necesario hacerlo porque su encanto es capaz de velarnosla.)
Lepprince mata a su socio y amigo Savolta, que lo había protegido y encumbrado; a Parells, también socio y amigo; a Pajarito de Soto, intelectual revolucionario que había confiado en él (además, antes de matarlo del todo lo mata moralmente haciéndole aparecer como un traidor delante de sus compañeros).
Haber matado a su padre no le impide casarse (por interés, por supuesto) con la frágil y delicada hija de Savolta a la que no quiere y a la que hace muy infeliz. Tiene una amante, la perturbadora María Coral, a la que maltrata y con la que tiene una relación tormentosa antes y durante su matrimonio. Para tenerla a mano la casa con su empleado-amigo-perro fiel Javier Miranda y con su descaro característico convierte a la pareja en la acompañante habitual de los lepprince. Miranda, ingenuo siempre y enamorado, no se da cuenta del carácter de su matrimonio (Lázaro de Tormes era más perspicaz).
Manda dar palizas a obreros, estafa, miente, traiciona…
Su manera de actuar se puede resumir en una norma antikantiana: “utiliza a los demás como meros instrumentos, porque son sólo medios para que puedas alcanzar tus fines”.
¿Cómo consigue Mendoza que semejante personaje nos resulte simpático?
En primer lugar con cierta labor de ocultación. No sólo el velo de su encanto nos oculta su maldad, el narrador también. Toda la novela está filtrada por los cándidos ojos (que son un cristal del color de la inocencia) de Javier Miranda. Le fascina Lepprince y nos trasmite esa fascinación. Tiene casi todos los datos pero es incapaz de interpretarlos y nos lo cuenta todo de una manera muy incompleta. El lector (cualquier lector es más perspicaz que Miranda) intuye las maldades de Lepprince, pero sólo al final se entera de hasta qué punto llegan y las ve confirmadas. En ese momento la simpatía por el personaje ya nos ha ganado y no se la retiramos.
Por supuesto, además está su encanto de príncipe. El alma plebeya de casi todo lector queda obligadamente cautivada por este príncipe de origen oscuro. Todas las cualidades positivas compatibles con el mal las tiene: belleza, elegancia, audacia, generosidad, resolución… Además tiene la gracia de la levedad, es ligero como la brisa, nada le lastra ni siquiera levemente: ni el odio, ni el resentimiento, ni la crueldad… ni tampoco el amor, la amistad, la admiración, la gratitud…
Pero lo más inquietante en el atractivo de Lepprince es que la vida tiene un brillo especial al lado suyo. Miranda, en los momentos en que este le olvida (aquellos en los que no le es útil) se ahoga y se hunde en la más negra de las depresiones. Lepprince ha matado a su único y verdadero amigo (Pajarito), le engaña con su mujer e, incluso, busca su muerte, pero Miranda le sigue como un perro fiel que mendiga una caricia, una sonrisa… Incluso después de que este ha muerto sigue sirviéndole con lealtad perruna.
Esto es tan claro que llegamos a sospechar que a lo mejor Miranda no es tan ingenuo y quiere ser cándido y no enterarse porque enterarse es renunciar al reflejo de ese brillo.
Cabría preguntarse si Lepprince es atractivo a pesar de su maldad o si lo es precisamente porque es malo. Yo contestaría lo primero. Su maldad no es una maldad esencial, no hace el mal por el mal, es malo por interés, sólo por sacar provecho, y una maldad de este tipo no creo que tenga ningún atractivo aunque llegue a los extremos de la de Lepprince. Otras cualidades suyas sí lo tienen pero tienen un carácter ambivalente como la ambición desmesurada o la capacidad de trasgresión o, incluso, su cinismo intelectual (no hay normas y, por tanto, nadie está obligado a cumplirlas, tampoco sus adversarios y enemigos)…
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La novela de Mendoza es magnífica y el personaje de Lepprince también, pero me deja algo insatisfecho que al final no me haya resultado un verdadero malo, esencial y metafísico. Seguramente si buscamos en la literatura o en el cine…
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