domingo, junio 15, 2008

Génesis apócrifa de El romancero gitano

Federico, leyendo la Segunda antolojía poética de Juan Ramón, se fija en las historias para niños sin corazón. La carbonerilla quemada le parece un horror putrefacto -a su inteligencia, le parece un horror putrefacto-. El poema es de una sensiblería estomagante y Juan Ramón, esta vez, no ha sido ni muy puro ni muy deshumanizado.

Sin embargo, no se le va de la cabeza (ni del corazón).

[Aunque él no lo sabe, yo sí sé por qué no se le va de la cabeza. No se le va, porque el poema no es un horror putrefacto. Hay cuatro alejandrinos que salvan al resto, precisamente porque son eso humano que las vanguardias quieren desterrar del arte, y que se cuela como una verdad con el habla andaluza de la niña:

-"Mare, me jeché arena zobre la quemaúra.
Te yamé, te yamé dejde er camino... ¡Nunca
ejtubo ejto tan zolo! Laj yama me comían,
mare, yo te yamaba, y tú nunca benía!"


Pero es 1924 y Ortega ha señalado que el Arte Nuevo es deshumanizado y a Federico no se le ocurre todavía llevarle la contraria.]

Piensa: ¿Se podría contar esta historia de una manera moderna? ¿Se podría eliminar lo humano convirtiendola en un objeto artístico pero manteniendo la emoción?

Lo primero (la deshumanización) es una obligación. La impone (todavía) la modernidad.
Ningún detalle, pues, de la muerte y del dolor. Nada de dolían las cigarras, nada de morir en carne viva, nada de besos que lastiman con su roce, nada de ojos como raíces secas de las estrellas. También fuera con las arteras contraposiciones del dolor con la alegría de la primavera: fuera el aire alegre y bello, el pinar que se ríe, la brisa que renueva la vida y fuera también, sobre todo, ese Dios que se baña en su azul de luceros. La muerte ni siquiera describirla (“cuando vengan los gitanos te encontrarán sobre el yunque con los ojillos cerrados”) y el dolor apenas apuntarlo (“dentro de la fragua lloran, dando gritos los gitanos”).

Pero, ¿y lo segundo?, ¿cómo mantener la emoción? Federico eso lo sabe bien: con el lenguaje y el misterio. Todo el poema tiene que estar recorrido por una sensación de misterio y magia. El niño se quema en el fuego de la fragua y muere pero en lugar de detalles truculentos, una fascinación mágica por las llamas blancas de la fragua que danzan como una bailarina. Pero… puede eliminar incluso la referencia al fuego. La blancura de las llamas será la luna que, además -Federico esto lo sabe desde siempre- es la muerte. Así, la muerte, que es la luna y una bailarina gitana que danza (como las llamas), vendrá a llevarse al niño.

El encuentro de la muerte y el niño ocupará casi todo el poema y tiene que estar cargado de emoción pero, ¿cómo lograrlo sin meter un sentimentalismo putrefacto por el niño que va a morir? Desplazando la preocupación: del niño a la luna. Será el niño el que se inquiete por lo que pueda pasarle a la luna (“huye luna, luna, luna… si vinieran los gitanos harían con tu corazón collares y anillos blancos).

Por último, a esa luna mítica hay que oponerle un antagonista digno de ella: los gitanos. El niño será un gitano y estos, seres míticos –de bronce, capaces de hacer con el corazón de la luna collares y anillos blancos-.

Después Federico escribe el poema y queda muy satisfecho. Podría escribir otros romances sobre los gitanos…

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