sábado, noviembre 15, 2008

En el infierno

(Tras la lectura de Un teólogo en la muerte)

¿Y si estuviera muerto y mi lugar no fuera el cielo?
¿Y si, como a Melanchton , se me hubiera concedido una casa ilusoriamente igual a la que tenía en vida?
¿Y si se me estuviera permitiendo, de manera aparente únicamente, continuar mi vida como si no estuviera muerto?
¿Y si los signos de deterioro de mi vida –el polvo que va cubriendo las habitaciones y los muebles; los trastos, que han inutilizado algunas estancias; las crestas y melenas, con esos estrafalarios colores, de algunos de mis alumnos; los indecorosos vestidos; el trato desconsiderado- fueran muestras del paulatino desmoronamiento de esa vida ilusoria?

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jueves, julio 17, 2008

El espejo enamorado

En el cuento de Blancanieves las cosas están un poco trastocadas.
En realidad, es Blancanieves la que, con la arrogancia de la juventud, le pregunta al espejo que quién es la más bella del reino.
A la madrastra, sin embargo, no le interesan los concursos de belleza. Por lo que ella pregunta al espejo es por el paso del tiempo: por lo que pasa y por lo que permanece, y por el fin inevitable de toda belleza.
Y la madrastra que pregunta está más hermosa que nunca, y el espejo sabe requetedesobra que es la más bella.

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domingo, julio 13, 2008

Un principe malo

Donald Westlake cuenta que en su novela Two Much quería que su protagonista fuera un perfecto canalla pero que, a pesar de ello, le resultara simpático al lector. No lo consigue. No hace falta tener un estómago melindroso para que su protagonista te provoque una irreprimible náusea.

Ese propósito, sin embargo, ya lo había logrado (quizá sin proponérselo) Eduardo Mendoza en La verdad sobre el caso Savolta. Paul André Lepprince es más malo que los ogros de los cuentos y, sin embargo, todos los lectores simpatizamos con él.

Corrijo lo que acabo de escribir: salvo por la intensidad de su maldad, nada más alejado de los ogros que Lepprince. Lepprince es un príncipe.

Para convencernos de su maldad conviene repasar algunas de sus actuaciones. (Es necesario hacerlo porque su encanto es capaz de velarnosla.)

Lepprince mata a su socio y amigo Savolta, que lo había protegido y encumbrado; a Parells, también socio y amigo; a Pajarito de Soto, intelectual revolucionario que había confiado en él (además, antes de matarlo del todo lo mata moralmente haciéndole aparecer como un traidor delante de sus compañeros).
Haber matado a su padre no le impide casarse (por interés, por supuesto) con la frágil y delicada hija de Savolta a la que no quiere y a la que hace muy infeliz. Tiene una amante, la perturbadora María Coral, a la que maltrata y con la que tiene una relación tormentosa antes y durante su matrimonio. Para tenerla a mano la casa con su empleado-amigo-perro fiel Javier Miranda y con su descaro característico convierte a la pareja en la acompañante habitual de los lepprince. Miranda, ingenuo siempre y enamorado, no se da cuenta del carácter de su matrimonio (Lázaro de Tormes era más perspicaz).
Manda dar palizas a obreros, estafa, miente, traiciona…
Su manera de actuar se puede resumir en una norma antikantiana: “utiliza a los demás como meros instrumentos, porque son sólo medios para que puedas alcanzar tus fines”.

¿Cómo consigue Mendoza que semejante personaje nos resulte simpático?

En primer lugar con cierta labor de ocultación. No sólo el velo de su encanto nos oculta su maldad, el narrador también. Toda la novela está filtrada por los cándidos ojos (que son un cristal del color de la inocencia) de Javier Miranda. Le fascina Lepprince y nos trasmite esa fascinación. Tiene casi todos los datos pero es incapaz de interpretarlos y nos lo cuenta todo de una manera muy incompleta. El lector (cualquier lector es más perspicaz que Miranda) intuye las maldades de Lepprince, pero sólo al final se entera de hasta qué punto llegan y las ve confirmadas. En ese momento la simpatía por el personaje ya nos ha ganado y no se la retiramos.

Por supuesto, además está su encanto de príncipe. El alma plebeya de casi todo lector queda obligadamente cautivada por este príncipe de origen oscuro. Todas las cualidades positivas compatibles con el mal las tiene: belleza, elegancia, audacia, generosidad, resolución… Además tiene la gracia de la levedad, es ligero como la brisa, nada le lastra ni siquiera levemente: ni el odio, ni el resentimiento, ni la crueldad… ni tampoco el amor, la amistad, la admiración, la gratitud…

Pero lo más inquietante en el atractivo de Lepprince es que la vida tiene un brillo especial al lado suyo. Miranda, en los momentos en que este le olvida (aquellos en los que no le es útil) se ahoga y se hunde en la más negra de las depresiones. Lepprince ha matado a su único y verdadero amigo (Pajarito), le engaña con su mujer e, incluso, busca su muerte, pero Miranda le sigue como un perro fiel que mendiga una caricia, una sonrisa… Incluso después de que este ha muerto sigue sirviéndole con lealtad perruna.
Esto es tan claro que llegamos a sospechar que a lo mejor Miranda no es tan ingenuo y quiere ser cándido y no enterarse porque enterarse es renunciar al reflejo de ese brillo.

Cabría preguntarse si Lepprince es atractivo a pesar de su maldad o si lo es precisamente porque es malo. Yo contestaría lo primero. Su maldad no es una maldad esencial, no hace el mal por el mal, es malo por interés, sólo por sacar provecho, y una maldad de este tipo no creo que tenga ningún atractivo aunque llegue a los extremos de la de Lepprince. Otras cualidades suyas sí lo tienen pero tienen un carácter ambivalente como la ambición desmesurada o la capacidad de trasgresión o, incluso, su cinismo intelectual (no hay normas y, por tanto, nadie está obligado a cumplirlas, tampoco sus adversarios y enemigos)…

*

La novela de Mendoza es magnífica y el personaje de Lepprince también, pero me deja algo insatisfecho que al final no me haya resultado un verdadero malo, esencial y metafísico. Seguramente si buscamos en la literatura o en el cine…

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sábado, junio 21, 2008

Otro Malambruno

He descubierto que en la blogosfera ha habido otro Malambruno.

Quise saber de mí mismo y me busqué en la red. Me encontré como miembro de un equipo de ajedrez con el que ya prácticamente nunca juego. Nada más sabía de mí la red.

Pensé entonces que quizá bajo la máscara de Malambruno tuviera alguna existencia, y, entre un montón de referencias a Cervantes y a don Quijote y algunas otras que sí que estaban relacionadas conmigo y que ya conocía, aparecía la referencia a un post desconocido para mí titulado Malambruno.

Era de una chica a la que voy a llamar Galatea y contaba la historia de su relación con Malambruno. Además, era una estocada directa al corazón de este último. Nada más empezar a leer me di cuenta de que ese Malambruno era otro Malambruno, pero lo leí con el corazón encogido sin poder evitar ponerme en la piel de quien había adoptado mi misma máscara.

Con sencillez y habilidad narrativa (sabe dar los detalles que te hacen comprender perfectamente cómo ve ella las cosas) Galatea cuenta que Malambruno era un compañero de trabajo un poco atípico y que le parecía interesante. Les tocó trabajar juntos en un determinado momento y después, a través del sistema de comunicación de la empresa (¿una especie de Messenger?) establecen una relación en la que intercambian bromas, comentarios… (Malambruno es culto e ingenioso y tiene un humor que dentro de la empresa sólo parece entender Galatea). Malambruno cada vez se interesa más por Galatea y quiere saber todo de ella. Con su interés y sus preguntas va estrechando un cerco a su alrededor. Pero para Galatea, Malambruno es un compañero de trabajo y no un amigo, y se siente agobiada. La gota que hace desbordar el vaso es que en una ocasión Malambruno le dice que le ha seguido a su casa. Ante esto, habla primero con los responsables de personal de la empresa y, después, al no encontrar una solución, abandona el trabajo. De momento, acaba su relación con Malambruno.
Dos años después Galatea crea un blog. Malambruno se entera, entra en él (seguramente es en este momento en el que el otro Malambruno empieza a ser Malambruno), se identifica debajo de su máscara como el antiguo compañero de trabajo y empieza a dejar comentarios. El proceso se vuelve a repetir, esta vez dentro de la red, y Galatea vuelve a sentirse cercada.

Galatea describe a Malambruno como inteligente, culto, con sentido del humor; no hay rencor, ni resentimiento, ni deseo de venganza… sólo la expresión de un verdadero agobio provocado por el interés del otro. Pero afirma dos cosas tremendas: que había dejado el trabajo en parte por culpa de Malambruno y que también en la red se sentía cercada por este último.

A esta estocada Malambruno contesta con un elegante y digno comentario que será el último. (Lo imagino tapándose con una mano la herida para que la sangre no gotee en el teclado mientras lo escribe.) Hasta ese momento no conocía la versión que de él mismo tenía Galatea, la entiende y “faltaría más” desaparece. Únicamente aclara que nunca la siguió: estando por otros motivos en la población donde vivía Galatea, fue a ver su casa, eso fue todo.

En lo que yo he podido comprobar aquí desaparece este Malambruno. Su vida en la red se había desarrollado sólo en el blog de Galatea y había durado tres meses.

La parte de la historia que transcurre en la red está a la vista de quien quiera leer. Si buscamos en las entradas anteriores vemos cómo Malambruno, cegado como aquellos a los que los dioses quieren perder, va amontonando ingenio y comentarios, cada vez más numerosos, que van llenándolo todo y estrechando el cerco por el que Galatea se siente rodeada. En uno le dice que tiene que contar más cosas, que sus lectores quieren saberlo todo; ella le responde que cuando le dan la mano quiere coger el brazo; y él contrarreplica diciendo que hay que dar, no la mano y el brazo, sino todo. En otro, que tiene que hacer un espacio dentro de su blog para sus comentarios… Sólo en la entrada inmediatamente anterior a esta que comentamos los comentarios eran seis o siete por lo menos. También queda claro que ni siquiera sospechaba que Galatea se sintiera cercada. En un momento inicial se excusa de ser un poco petardo y Galatea le contesta que no tiene que excusarse, que le gustan sus comentarios.

A pesar de la ansiedad con que leí post y comentarios (me la producía pensar que quien los leyera pudiera creer que era yo el protagonista) siento una gran simpatía por este otro Malambruno. También por Galatea, pero mientras las leía, las penas del otro Malambruno las sentía (cosas del poder de los nombres, nunca me he visto en una situación similar) casi como propias.

¿Por qué elegiría mi misma máscara? Sé por qué lo hice yo, pero sus razones no pueden ser las mismas. Nuestras circunstancias son muy distintas (distinta edad, distinta actividad profesional, distinta ciudad de residencia…) pero la elección de la misma máscara quizá apunte alguna secreta afinidad.

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domingo, junio 15, 2008

Génesis apócrifa de El romancero gitano

Federico, leyendo la Segunda antolojía poética de Juan Ramón, se fija en las historias para niños sin corazón. La carbonerilla quemada le parece un horror putrefacto -a su inteligencia, le parece un horror putrefacto-. El poema es de una sensiblería estomagante y Juan Ramón, esta vez, no ha sido ni muy puro ni muy deshumanizado.

Sin embargo, no se le va de la cabeza (ni del corazón).

[Aunque él no lo sabe, yo sí sé por qué no se le va de la cabeza. No se le va, porque el poema no es un horror putrefacto. Hay cuatro alejandrinos que salvan al resto, precisamente porque son eso humano que las vanguardias quieren desterrar del arte, y que se cuela como una verdad con el habla andaluza de la niña:

-"Mare, me jeché arena zobre la quemaúra.
Te yamé, te yamé dejde er camino... ¡Nunca
ejtubo ejto tan zolo! Laj yama me comían,
mare, yo te yamaba, y tú nunca benía!"


Pero es 1924 y Ortega ha señalado que el Arte Nuevo es deshumanizado y a Federico no se le ocurre todavía llevarle la contraria.]

Piensa: ¿Se podría contar esta historia de una manera moderna? ¿Se podría eliminar lo humano convirtiendola en un objeto artístico pero manteniendo la emoción?

Lo primero (la deshumanización) es una obligación. La impone (todavía) la modernidad.
Ningún detalle, pues, de la muerte y del dolor. Nada de dolían las cigarras, nada de morir en carne viva, nada de besos que lastiman con su roce, nada de ojos como raíces secas de las estrellas. También fuera con las arteras contraposiciones del dolor con la alegría de la primavera: fuera el aire alegre y bello, el pinar que se ríe, la brisa que renueva la vida y fuera también, sobre todo, ese Dios que se baña en su azul de luceros. La muerte ni siquiera describirla (“cuando vengan los gitanos te encontrarán sobre el yunque con los ojillos cerrados”) y el dolor apenas apuntarlo (“dentro de la fragua lloran, dando gritos los gitanos”).

Pero, ¿y lo segundo?, ¿cómo mantener la emoción? Federico eso lo sabe bien: con el lenguaje y el misterio. Todo el poema tiene que estar recorrido por una sensación de misterio y magia. El niño se quema en el fuego de la fragua y muere pero en lugar de detalles truculentos, una fascinación mágica por las llamas blancas de la fragua que danzan como una bailarina. Pero… puede eliminar incluso la referencia al fuego. La blancura de las llamas será la luna que, además -Federico esto lo sabe desde siempre- es la muerte. Así, la muerte, que es la luna y una bailarina gitana que danza (como las llamas), vendrá a llevarse al niño.

El encuentro de la muerte y el niño ocupará casi todo el poema y tiene que estar cargado de emoción pero, ¿cómo lograrlo sin meter un sentimentalismo putrefacto por el niño que va a morir? Desplazando la preocupación: del niño a la luna. Será el niño el que se inquiete por lo que pueda pasarle a la luna (“huye luna, luna, luna… si vinieran los gitanos harían con tu corazón collares y anillos blancos).

Por último, a esa luna mítica hay que oponerle un antagonista digno de ella: los gitanos. El niño será un gitano y estos, seres míticos –de bronce, capaces de hacer con el corazón de la luna collares y anillos blancos-.

Después Federico escribe el poema y queda muy satisfecho. Podría escribir otros romances sobre los gitanos…

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martes, junio 10, 2008

A través del espejo

Hay un espejo que atravieso de vez en cuando y detrás del cual hay otro mundo. Un mundo azul y luminoso al que no llegan los ruidos de este lado.
Lo que más me gusta de ese mundo azul son las mujeres.
Las mujeres del otro lado no se visten como las de este. Ocultan sus ojos detrás de gafas de plástico semitransparente y sus cabellos con ajustados gorros. A cambio, muestran sus hermosos cuerpos que cubren únicamente con una ceñida malla.
Me gusta la apariencia de heroínas de cómic que tienen, pero lo que de verdad las embellece es la ingravidez. En el otro lado las ataduras de la gravedad están rotas y los cuerpos vuelan libres. Sin suelo en que apoyarse, se mueven con una suavidad elegante en la que tiene que colaborar hasta el último hermoso tendón.
Además de la ingravidez está también la fugacidad. En el otro lado –todavía más que en este- hay estrictas normas de educación que impiden mirar con detenimiento. Estas bellas mujeres, sólo fugazmente y de manera fragmentaria podemos contemplarlas: unas piernas que al pasar dejan una estela blanca, un cuerpo que se gira y ovilla junto a la pared, para impulsarse y estirarse después -como una flecha que fuera su propia ballesta-… Visiones fragmentarias que nuestra imaginación completa y embellece.
Y como último rasgo embellecedor está el misterio. Sé que las mujeres del otro lado son las mismas que las de este, que también atraviesan el espejo. Pero no hay manera de relacionarlas. ¿Ese cuerpo envuelto en luz y burbujas sería el de esta morena de melenita y ojos claros que lleva una enorme bolsa de deporte?

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sábado, junio 07, 2008

Un nuevo arquetipo

"Yo tengo una Rita propia"
Portorosa. Lovely Rita.



Portorosa ha despertado en mí el recuerdo de un arquetipo platónico: la adorable rita.
Intentaré sacar de mi memoria –porque, aunque lo hemos olvidado, lo sabemos todo y aprender es recordar- cómo es ese arquetipo.
Una adorable rita es una mujer que apenas conocemos pero a la que tenemos oportunidad de ver con cierta regularidad. Tiene que gustarnos e instalarse en nuestros pensamientos lo suficiente para que esperemos el momento fugaz en que nos encontramos con ella. Con las adorables ritas establecemos un vínculo que sólo une por un lado: pensamos en ellas pero ellas no saben de nuestra existencia.


Mi vida está llena de adorables ritas. Si mi timidez y mi pereza no lo impiden, algún día les hablaré de alguna de ellas.

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sábado, mayo 31, 2008

Un género literario

En mi instituto la fiesta de despedida que les hacemos a los alumnos de Segundo de Bachillerato ha propiciado la creación (o por lo menos el cultivo) de un género literario: los discursos de despedida.
A pesar de su corta vida en el instituto, el género tiene ya su historia y evolución.
Recojo a continuación mi última contribución al género.

Año 2008. Malambruno.

Buenas noches a todos.

Había redactado un discurso de despedida pero no me gustaba mucho. En lugar de leéroslo voy a contaros un sueño que he tenido esta noche. Sin duda, el sueño lo motivaron las ideas del discurso, que me daban vueltas en la cabeza cuando me acosté.

Estábamos en el porche del instituto, todo lleno de globos y serpentinas. Y había un ambiente de fiesta y jolgorio. Digo estábamos porque estabais todos vosotros, y también los profesores. Ibais elegantísimos: las chicas a cual más guapa y los chicos de chaqueta y corbata; alguno con pajarita; creo recordar que Néstor y Aitor llevaban un frac negro.
Era sin duda la fiesta de despedida pero todo estaba un poco cambiado. Manuel, por ejemplo, que estaba a mi lado, llevaba un gorro de mago Merlín, azul, puntiagudo y con una estrella de plata y Carlos era de color rojo.
Los resultados de selectividad debían haber sido muy buenos porque estabais muy contentos. Víctor, que era todavía más alto y grande que en la realidad (me sacaba la cabeza y algo más) me dio un abrazo que me hizo crujir y me dijo “Edu, ¡cayó
El teatro romántico, cayó El teatro romántico!” A mí, ese abrazo de oso y ese “Edu” me parecieron demasiadas confianzas pero no me atreví a decir nada. Además quedé un poco sorprendido de que hubiera estudiado alguno de los temas de Literatura, aunque fuera El teatro romántico.
Las tres Lauras –P., C. y M.- me contaron que se iban a la Sorbona a estudiar Arte dramático y que ya tenían apartamento en París. Supongo que mi subconsciente las agrupó por el nombre. Lo que no sé es por qué a las tres les puso unas gafas cuadradas, grandes y pasadas de moda, idénticas a unas que tenía mi padre -aunque a ellas les quedaban mucho mejor-. Pensé que eso del Arte dramático no les iba nada y que, por lo menos P., lo que quería estudiar era Ingeniería de Caminos, pero ellas estaban contentísimas.
Irene, a la que no sé por qué se le había puesto un acentazo andaluz, me explicó que se iba a un colegio mayor en Santiago y que ya se estaba preparando para las inocentadas. También iban Rober y Joaquín, pero ellos no tenían acento andaluz, tenían el mismo acento gallego de siempre.
Sonia, Carla, Dámaris y Laura, a diferencia de Carlos, eran de un color azul celeste muy clarito y llevaban unas largas melenas que les llegaban casi hasta la cintura. Iban a estudiar a una ciudad de nombre impronunciable y me contaron unos proyectos maravillosos. (A Laura la había visto antes con su color habitual y con gafas cuadradas pasadas de moda y se iba a estudiar a la Sorbona, pero los sueños tienen estas cosas.)
Lucía y Santiago, sin dejar de estar muy guapos y elegantes llevaban unas batas de laboratorio, blancas e impolutas y me explicaron un proyecto científico en el que iban a trabajar. Yo creía que Lucía iba a estudiar Arquitectura y Santiago, Periodismo (¿o era Diseño Industrial?) pero tampoco dije nada.

Y así ibais pasando todos, contentos, felices y cariñosos, contándonos vuestros planes e ilusiones. Al final ya no me sorprendía de las tergiversaciones y las bromas de mi subconsciente. Recuerdo, porque estaban especialmente guapas, que Saray, María y Tania llevaban unas pelucas naranjas que refulgían con las luces y que Ignacio tenía el pelo atado con una cinta de oro.

Lo que todos teníais en común era un brillo especial en la mirada, el brillo del viajero que anhela el camino y se dispone a emprender el viaje.
Fue un sueño muy agradable pero no tengo ni idea de qué puede significar. Además se va escurriendo por los huecos de mi memoria y no creo que os pueda contar más sin ponerme a inventar.


Un último detalle que recuerdo, yo tampoco era del color habitual, aunque de un tono no muy intenso, yo era verde.

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viernes, mayo 30, 2008

Vuelta

Me sería difícil explicar mi larga ausencia y por eso no lo voy a hacer.

La casa está abandonada pero las palabras de los amigos permanecen cubiertas de polvo. Se lo he quitado con cuidado y las he releído paladeándolas.

¿Estáis todavía, amigos?

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lunes, abril 02, 2007

Un final abierto

Antonio, Conde de Penela, acude a Avero atraído por la fama de las dos hijas del Duque del lugar. Cuando las ve queda perdidamente enamorado de la pequeña: Serafina. Para estar cerca de ella oculta su personalidad y su alcurnia y consigue el trabajo de secretario del Duque.
A Serafina no parecen atraerle mucho los hombres y sólo el teatro le interesa. En el jardín del palacio ensaya una comedia vestida de hombre (vestirse de hombre parece que le produce especial satisfacción). El único testigo del ensayo iba a ser Juana, su dama de compañía y prima de Antonio; pero esta, actuando como cómplice de su primo, le esconde entre unos arbustos para que pueda contemplar a su ángel travestido. Con él se esconde también un pintor que la retrata vestida de hombre.
Cuando algo después, Antonio se declara y revela su verdadera identidad, Serafina le rechaza indignada y le reprocha su fingimiento y su doblez. Antonio, despechado, arroja al suelo el retrato que tenía de ella –el que le había hecho el pintor vestida de hombre- y se marcha furioso. Serafina lo recoge intrigada, no se reconoce y queda admirada de la belleza del retratado y del parecido que tiene con ella. Le pregunta a Juana por él, pero esta, que se da cuenta de que no se ha reconocido, no le aclara nada y la dirige hacia Antonio. A pesar de que poco antes estaba tan digna y enfadada y no quería saber nada de él, ahora va zalamera a sonsacarle quién es el retratado. Antonio le atribuye una identidad falsa aunque de un personaje real: don Dionís, noble portugués caído en desgracia. Serafina, totalmente enamorada de sí misma, le suplica que le sirva de intermediario con el desgraciado noble y le pida que acuda esa noche a su habitación. Por la noche, don Antonio, fingiéndose don Dionís, consigue a la esquiva y orgullosa Serafina.
El encuentro se descubre con escándalo. [El escándalo es doble porque esa misma noche Magdalena, la encantadora hermana mayor, había tenido también su cita con el verdadero don Dionís y todo se descubre al mismo tiempo.] Pero sendas bodas lo solucionan todo.
Y así termina la historia tal y como la cuenta Tirso de Molina en El vergonzoso en palacio. Parece el típico final cerrado de las comedias del siglo de oro: el matrimonio, que cierra todas las tramas porque acaba con todo lo digno de ser contado.
*
Sin embargo, este matrimonio cautiva mi imaginación. Cómo va a ser la relación entre estos dos cónyuges: Serafina, orgullosa y narcisista, que ha sido engañada y puesta en ridículo delante de toda la corte por el que ahora es su marido, y Antonio, lleno de deseo aunque no de amor. (No le ha movido el cariño sino el deseo y, con él mezclados, el resentimiento por el rechazo y las ganas de revancha).
Su relación matrimonial casi con seguridad se va a convertir en una lucha en la que las principales ventajas parecen estar del lado de Antonio. La primera y fundamental es la situación social de la mujer en la época: poco más que una propiedad de su marido. Pero además, Serafina ha perdido otra ventaja, la de la superioridad moral: ya no podrá afear a Antonio su doblez cargada de dignidad, porque su comportamiento se ha apartado también, y en mayor medida, de los cánones de la época. Y, quizá lo peor para su narcisismo, ha sido engañada y toda la corte de Avero lo sabe: es difícil seguir siendo “la portuguesa cruel” (como en algún momento le había llamado Antonio) después de hacer el ridículo.
La única baza que le queda a Serafina es su belleza y el deseo que provoca en Antonio. Antonio ha gozado por una noche (gracias a un engaño) de una Serafina entregada y quizá ese recuerdo haga que no se conforme con una Serafina únicamente obediente a los deberes conyugales.
No sé si fue la intención de Tirso, pero el final es abierto y sugerente. Una vez acabada la lectura, mi imaginación se llena de ensoñaciones.

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